

En Pierre Menard, autor de El Quijote Borges imagina a un poeta oscuro empeñado en crear una obra que reproduzca páginas que coincidan con la obra de Cervantes. Cuando el poeta compara ambas creaciones, elogia su propia obra sin percatarse de que son idénticas. A través de esta ironía, Borges satiriza la crítica literaria y desvela cómo la ficción del tiempo erosiona las condiciones de producción y recepción de una obra. ¿Hasta qué punto la imitación de antiguas matrices creativas ha fotocopiado un original cuya copia es tan idéntica y tan emborronada a la vez? Como un fósil que se niega a ser sedimentado bajo las capas de experiencia y evolución, determinados paradigmas de la imagen resucitan, languidecen y mueren para ser reinvocados en una suerte de uróboros cuya circularidad impone una endogamia del pensamiento. El paso del tiempo, la evolución de los dispositivos audiovisuales o la gestión de la atención están abriendo el camino a una ontología de la imagen obsesionada por pensar en la forma en la que el tiempo ha gastado el aura humanista de determinadas narrativas artísticas y categorías estéticas
El MIRA.mov 2020 es un festival que centra su misión en la programación de piezas que se adentren en la conformación de nuevos lenguajes audiovisuales. En él se dan cita algunas de las nuevas constantes en la cultura digital contemporánea. A través de su selección ecléctica de videoartistas, colectivos artísticos y artistas digitales explora las densidades, texturas y contornos de una ontología de la imagen preocupada por problematizar la heurística audiovisual: ¿qué queda por descubrir?, ¿cuál es la imagen del futuro?, ¿qué yace bajo la interfaz antropocéntrica en ese Estigia de datos, algoritmos y renderizados? A través de las piezas de artistas como Lawrence Lek, Keiken x Ryan Vautier x Sakeema Crook, Tabita Rezaire y Samuel Fouracre se renderiza un territorio posthumano surcado por avatares, contraestéticas digitales y la violencia surgida del acto de representación. Artistas que persiguen pasar del nomadismo audiovisual a una transhumancia postdigital capaz de empezar a asentarse en pequeños hitos, modelando la plasticidad del comportamiento humano en arquitecturas cognitivas efímeras
Ediciones del Festival
MIRA quiere acercar al público asistente a diversos mundos de creatividad artística en un evento con dos objetivos principales: servir de plataforma para nuevos creadores y de escaparate para nombres conocidos a nivel mundial; creando experiencias únicas a través de la innovación digital y tecnológica, siempre entrelazando música en directo y artes visuales.
Con este texto pretendemos ser dudosos interrogadores sobre la ficción del tiempo presente y preguntarnos acerca de determinadas condiciones de producción y recepción de algunas de las piezas del MIRA.mov, que se extenderá hasta finales de mes. Para ello, tras un intercambio de mensajes en una app de mensajería decidimos seguir preguntándonos, reaccionando y cuestionando el audiovisual del festival a partir de una serie de preguntas. Nuestras respuestas, lejos de atreverse con un diagnóstico claro o una vía de análisis unívoca, persiguen esbozar una etiología a partir de una labor forense que se pregunten no tanto sobre la vida útil de la imagen, sino por todos esos píxeles muertos que esconden esa vocación de revolución permanente.

¿Cómo es la propuesta sonora del audiovisual exhibido?
El sonido en el postdigital: ¿añadido o integrado?
Esta es una pregunta compleja de responder, ya que estamos tratando de esbozar una distinción global de artistas con propuestas diferentes, sin embargo hay un fenómeno bastante distintivo que se arrastra de otras piezas posdigitales y de las tendencias actuales en el audiovisual en general: la ausencia de síncresis o al menos una reducción drástica de la misma en comparación con otros dispositivos de ficción. La sincronía entre acciones y sonidos es un recurso básico a la hora de construir verosimilitud, que en varias de las obras del festival se encuentra mermada. Las causas para este fenómeno varían según las obras, en Feel my Metaverse por ejemplo la problemática radica en una síncresis fallida debido a un trabajo de voces algo tosco que no termina de fijarse en las figuras de CGI que intentan representar; pero en las obras de Lawrence Lek hay una búsqueda más deliberada por separar el discurso visual del sonoro, siendo este último el contenedor sobre el cual depositar toda la información narrativa. Pareciera ser una característica general del audiovisual posdigital, una banda sonora muy cargada con voces en off —sea un narrador omnisciente o personajes conversando, la sensación es de distanciamiento de la escenografía en cuestión o de una conversación telepática entre seres— y con todo el peso narrativo, casi para compensar un costado visual que parece más ensimismado en búsquedas estéticas que desborden la pantalla. Esto genera un caso curioso de contrapunto audiovisual: el discurso sonoro (hablado) va por un lado, mientras lo que se muestra de forma visual no tiene relación directa con lo que se oye y si la tiene es bastante distante. Es un caso curioso porque paradójicamente tiene algo de novedosa la disociación presente entre las dos bandas, al mismo tiempo que perceptivamente el contrapunto y la poca presencia de síncresis dificultan la inmersión en un mundo digital y sobre todo, ficcional. La síncresis es uno de los elementos que construyen verosimilitud de forma casi automática, por lo que su ausencia puede dificultar no solo la inmersión sino también la respuesta emocional del espectador.
Un ejemplo que es muy similar al que Michel Chion utiliza para definir la idea de contrapunto audiovisual: en las secuencias iniciales de Aidol, escuchamos a dos comentaristas de e-Sports hablando sobre cuestiones generales —y de interés temático para asentar la narrativa posterior— que no se condicen con las acciones que vemos en pantalla, que a su vez tampoco pretenden mostrar ningún evento con relevancia narrativa, sino que funcionan como una descripción visual del mundo del cual se está hablando. De este modo el sonido carga con todo el peso narrativo y la imagen con el peso descriptivo
También pasa en Aidol, la secuencia de gameplay acentúa esa dislocación y al no haber síncresis no hay un momento de ruptura del distanciamiento. El hecho de que el postdigital busque permanente un cierto mesmerismo en la imagen que conecte paradigmas hace que se apoye en el sonido como mero andamiaje. Quizá el carecer de especificidad como expresión, porque le tomará tiempo encontrar una sistematización estética, hace que obvie el sonido como lo hacía el cine primigenio. Piezas como Feel my metaverse son evocadoras en su búsqueda de una dislocación experiencial, pero recurren al sonido y a la narración como pastiches irónicos que en ningún momento contribuyen a amplificar la resonancia cuasi espiritual de sus registros visuales. Esto sucede, creo, por la poca conciencia que se tiene aún sobre la especificidad del dispositivo. Así como el cine lleva décadas reflexionando sobre los límites de la representación y la figura de la cámara en la construcción de los procesos de la imagen, aún es pronto para atreverse a entender dónde reside la especificidad — si es que la hay — del software con el que se construyen estos universos. Una mayor conciencia sobre el dispositivo software y su forma de gestionar la atención sensorial del espectador podría conducir a piezas mucho más contundentes en su formulación discursiva y expresiva. Pienso en el telégrafo óptico Joseph Chudy, capaz de desarrollar un lenguaje binario audiovisual a partir de luces y sonidos. Es un ejemplo de conciencia de las posibilidades del dispositivo por si mismo. La dependencia hacia sistemas de representación como el de la cámara es todavía un hándicap importante.

Lawrence Lek
Artista multimedia alemán cuya obra se centra en la intersección entre geopolítico, imaginarios capitalistas y redes neuronales de gestión del exceso de información.
¿Cuál es el futuro imaginado en estas propuestas?
El futurismo según el postdigital

Otra cuestión que parece algo generalizada en estos audiovisuales especulativos es que para hablar del futuro parecen estar concentrados en elementos puntuales del presente. El caso de Lawrence Lek tiene un anclaje predeterminado en el concepto de Sinofuturismo que desarrolló en el mediometraje del mismo nombre, donde plantea una idea de futuro a partir de las herramientas con las que China ha construido su particular presente. AlphaGo, eSports, Inteligencia Artificial y la delgada línea que separa la copia sistemática de la originalidad artística son ideas que se desarrollan tanto en Geomancer como en Aidol; y que giran en torno a las filias particulares del autor acerca de cuál será el rol de la IA cuando alcance el estatus de Máquina con conciencia propia. Para responder estas preguntas Lek se sumerge en el gaming y la cuestión influencer, avatares de la existencia digital actual que no experimentan mutaciones, simplemente se mantienen igual. Con Keiken la cuestión pasa por la gamificación de la vida de un modo casi literal y la disputa por el control de los cuerpos —digitales—: Feel my Metaverse mira hacia un mundo postapocalíptico casi con los ojos de Second Life, y en We are at the end of something nos encontramos ante un ejercicio de presente puro, un aquí y ahora que posa la mirada hacia los diferentes modelos del ser que nos intentarán inocular en los años venideros —al contrario de Lek, aquí todos los modelos son occidentales—. En estos audiovisuales lo que más encuentro es cierta imposibilidad de imaginar el futuro, que se manifiesta entre la grandiosidad del discurso hablado y la modestia para representarlo visualmente, que también genera distancia entre lo que se ve y lo que se escucha. Esto creo que es algo natural, al fin y al cabo en la ciencia ficción el futuro siempre refleja aspectos del presente, sin embargo hay un estancamiento tan marcado en elementos puntuales del presente que en lugar de modificarse o evolucionar se perpetúan; que termina reflejando una cuestión sobre el presente para los autores: el presente es una época de transición, un momento pivotal que definirá aspectos claves de la humanidad que viene.
Dentro de esta paradoja por no poder salir del presente al imaginar el futuro, el panafricanismo de Deep Down Tidal es la contrapartida que parece ofrecer el festival: un audiovisual político que ofrece una visión del pasado desde las ópticas del presente en lugar de ubicarse en un futuro especulativo. Irónicamente, lo que flaquea es lo mismo que en los casos anteriores: una idea de futuro —para este audiovisual, además, un plan de acción— que supere el rango de la añoranza.
Esta última frase sobre la imposibilidad de imaginar el futuro resuena particularmente. Tomemos como muestra Geomancer, donde Lawrence Leak activa todos los resortes que dinamitan el régimen actual de visión: un punto de vista omnisciente que atraviesa capas de contenido, una mirada que se desliza por la imagen como si fuera el espacio de trabajo de un software de diseño gráfico o edición, un recorrido por un montaje blando y espacial que cruza universos glitcheados buscando forzar un bug en nuestro sistema de visión, como quien fuerza la cámara mientras juega a un videojuego. Esa forma de dinamitar el régimen de visión es acaso un pesimista deseo de trascender la idea del presente. Un romanticismo pútrido en necrosis digitales y mausoleos construidos a partir de los retazos de una espiritualidad zen y new age que nos bombardea con una mecánica voz en off. La distancia entre lo que vemos y lo que oímos es la imposibilidad de imaginarnos más allá. Algo similar sucede con We are at the end of something. Keiken, Ryan Vautier, Sakeema Crook tensionan de igual modo esta visión de un futuro que parece quedar atrapado entre el control demiúrgico de un gran arquitecto digital que compone capas y personajes abismados frente a la pantalla y el azar de universos renderizados en tiempo real. Hay una paradoja un tanto pesimista o, mejor dicho, un conflicto representacional en la génesis estética de estos cortometrajes. Este conflicto entre creación controlada en unos márgenes definidos por interfaces de software y la necesidad de trascender a través de la aleatoriedad y el bug. El resultado es una representación que nunca se define y una estética que se divide entre lo controlado y lo aleatorio.
Por lo tanto, hay un cierto determinismo fatídico heredero de esa misantropía de Schopenhauer. Pienso en el Internet de los años 90, cuyas ambiciones y proyectos cooperativos — la comunicación en tiempo real, las reflexiones sobre la socialización a partir de la interfaz, los primeros mods de videojuegos creados por la comunidad, etc. — excedían por mucho las posibilidades técnicas del momento. La ambición humana imaginaba un futuro solo limitado por las circunstancias del presente. En cambio, al ver estos cortometrajes pienso en el internet del s. XXI. Sucede ahora que las posibilidades técnicas exceden por mucho las ambiciones humanas, condenas por las circunstancias de un presente. La variable principal es que el presente utópico de los 90 parecía gritar que la vida, aunque cibernética, podía ser la libertad. Nuestro presente parece gritar que la vida es el crimen y la muerte su exoneración — retorciendo una de las máximas de Schopenhauer —. De ahí que el imaginario estético del internet de nuestros días visibilizado en estas piezas ya no tenga esa candidez, esa inocencia user-friendly de las interfaces de buena parte de principios de los 2000, y que estemos absortos en una evocación en forma de metamemes irónicos de todos esos motivos audiovisuales — la interfaz de Messenger, las skins de Winamp, las imágenes en baja resolución, el uso de Comic Sans, etc. —. Qué mejor forma de ilustrarlo que a través de Aidol, una pieza que progresivamente desgasta, zahiere, destroza y descompone la originalidad humana en líneas de código que rompen la representación digital hasta que todo acto creativo es un algoritmo controlado por una IA que satiriza los anhelos de conciencias ajenas a través de imágenes lo-fi. En conclusión, no hay futuro imaginado más allá que desde el presente.
En estos audiovisuales lo que más encuentro es cierta imposibilidad de imaginar el futuro, que se manifiesta entre la grandiosidad del discurso hablado y la modestia para representarlo visualmente, que también genera distancia entre lo que se ve y lo que se escucha

¿Cuál es el papel del metaverso y de la figura del autor?
La desintegración del aura, la reificación de la máquina
Como se menciona en las respuestas de la pregunta anterior, las filias de los artistas se hacen manifiestas en las diferentes piezas audiovisuales, pero en casos particulares como los de Lawrence Lek o Samuel Fouracre, hay un intento de expandir el universo ficcional con cada nueva creación. En el caso de Fouracre la cuestión gira sobre microhistorias que corren paralelas a la obra principal —Dance.Music.Sex.Romance— y que complementan las observaciones de la misma sobre el mundo de las relaciones sentimentales en la era del wifi; mientras que para Lek cada audiovisual es una pieza que se añade a su particular metaverso, con una lógica y un trasfondo histórico —¿su lore?— que a partir de la idea del Sinofuturismo construyen un universo propio. Estas cuestiones tranquilamente pueden interpretarse como expresiones comunes de la política de los autores, sin embargo tienen ciertas particularidades que las acercan más al cine experimental que al cine de autor. La clave está en el concepto de exploración, la especulación tanto estética como discursiva lleva a cierta repetición conceptual que se manifiesta de formas diferentes en cada obra debido a que la búsqueda es permanente y cada obra brinda una respuesta particular, que a su vez retroalimenta la respuesta siguiente. Esta retroalimentación genera la sensación de estar ante un work in progress de iteraciones que se actualizan con el correr de las piezas, en las cuales los creadores no se plasman a sí mismos como mentes maestras, sino como exploradores que buscan extraer respuestas sobre las que tienen muy poco control. Posiblemente el duo MSHR sea un caso paradigmático desde lo estético, donde cada pieza es un bloque conceptual de diseño sonoro y arquitectura futurista en permanente iteración; y Lawrence Lek desde lo narrativo, alimentando su metaverso con un trasfondo histórico-conceptual en cada una de sus obras.
Creo que lo destacable de Lek y otros es cómo el foco no está en ellos como autores y sus señas de estilo, sino en su forma de diluirse en esos metaversos. Entendamos metaverso como un universo digital de cierta especificidad temática donde conviven narrativas individuales en una interfaz estética y muchas veces jugable cuya ambición es ser mímesis de la realidad en la medida en la que la reproduzca ya no buscando ser idéntica, sino amplificando todas sus posibilidades interactivas. Un gran paradigma universal que atrape la individualidad en el gran bazar hiperdigital, mercadeando a través de microtransacciones oficiales, dones no oficiales obsequiados en salas de chat y prótesis de avatar. Si se prefiere, un gran panóptico sin vigilantes cuyo único carcelero es el mecanismo que regula la ansiedad, un extraño deseo de estar allá porque ya nadie quiere estar en el aquí de nuestro día a día. Piezas como Aidol o We are at the end of something sumergen a sus avatares en espacios programados para suscitar una monomanía concreta: la obsesión por no pertenecer, por desintegrarse en cientos de espacios digitales que reproducen la existencia digital a partir de una conciencia preprogramada hacinada en servidores que autogenera usuarios. Por lo tanto, lo que resuena en estas piezas no es la figura de su creador, sino precisamente su desintegración. Uno percibe que la evocación prima sobre la representación. Esta evocación desvela el primer motor inmóvil o el concepto original de todo metaverso. Habría que aventurar que quizá la idea de trastorno está detrás de todo metaverso. Seguir el rastro forense del trastorno en un metaverso es interesante. Como alteración en un proceso dado normalizado, un trastorno desvela una falla, una excepcionalidad dentro de una sistematicidad. El metaverso se alimenta de la ansiedad actual para generar dinámicas que trastornan la relación del individuo con su presente; de este modo, todo metaverso es un hiperobjeto, un elemento que se extiende masivamente en el espacio y el tiempo como señala Timothy Morton, cuya partícula es el trastorno y libera energía en forma de ansiedad. Estas piezas audiovisuales visualizan muy bien el poder entrópico de este hiberobjeto atrayendo a los avatares-persona hacia un estado de ansiedad narcótica que sume en un duermevela la problemática del presente. El trastorno actuaría mostrando las fallas de la realidad, extrañándola a través de la ruptura de la materialidad formal de esa ontología de la imagen “real” — a través de los procesos habituales del glitch, el bug, el renderizado, el ruido, la pixelación, el datamoshing, etc. — para crear una nueva materialidad en la que el trastorno no es lo excepcional, sino el componente principal que moldea el metaverso.
Cabe decir que estas piezas quedan tan ensimismadas con la potencialidad estética del metaverso que apenas rascan la superficie. Personalmente, me interesaría que ahondaran más en estas ideas del trastorno, la ansiedad y, a nivel particular, de las micronarrativas desplegadas a través del avatar-persona. En el ciberespacio actual, ya sea en redes sociales, en universos multijugador o servidores masivos, queda probada la máxima señalada por autores como Rincón según la cual los individuos definen su identidad en los relatos que deciden construir de ellos mismos en prácticas concretas de lengua. Los individuos, a través de su performance con el avatar, construyen sus micronarrativas, aportaciones individuales al campo mediático, entendido como el espacio de comunicación propio de la cultura digital que fragmenta constantemente el flujo de información, como señalan Morla y Castell. El metaverso tiene sus propios códigos. Uno de ellos es una lengua universal muy poco explotada que se desdobla en una ciberpragmática única y un registro de lenguaje particular. Así, un concepto como el de transmedia, entendido como el fenómeno de trasladar un relato o experiencia de marca a varias plataformas, es hackeado y recodificado en forma de transmedia performado en el que un usuario construye su propio relato y experiencia en el metaverso a partir de prácticas de lenguaje y gestión de su condición de avatar. Por lo tanto, toda esta diatriba me sirve para señalar hasta qué punto la idea de autor, de una conciencia artística que vaya más allá del discurso visual, tiene que ser puesta en cuarentena debido al potencial del material que exploran sin comprender.

De alguna forma terminamos cerrando los círculos. La imposibilidad de pensar el futuro más allá del presente se vuelve indicador indirecto de la época coyuntural en la que se encuentran inmersos, lo cual lleva a que las ideas de metaverso también se vean limitadas por las características particulares de una actualidad posdigital signada por un claro desencanto.
No es del todo sorprendente que una vez que las dinámicas capitalistas terminaran de asentarse en el campo de batalla que hoy día es internet, imaginar lo que el futuro puede llegar a ser se volviera tan difícil.

Damián Bender y Javier Acevedo
Editores de Verklart
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